Diario de Alina Reyes
12 de enero
Anoche fue otra vez, yo tan cansada de pulseras y farándulas, de pink
champagne y la cara de Renato Viñes, oh esa cara de foca balbuceante,
de retrato de Dorian Gray a lo último. Me acosté con gusto a bombón de menta,
al Boogie del Banco Rojo, a mamá bostezada y cenicienta (como queda ella a
la vuelta de las fiestas, cenicienta y durmiéndose, pescado enormísimo y
tan no ella.)
Nora que dice dormirse con luz, con bulla, entre las urgidas crónicas de su
hermana a medio desvestir. Qué felices son, yo apago las luces y las manos,
me desnudo a gritos de lo diurno y moviente, quiero dormir y soy una
horrible campana resonando, una ola, la cadena que Rex arrastra toda la
noche contra los ligustros. Now I lay me down to sleep... Tengo que
repetir versos, o el sistema de buscar palabras con a, después con a
y e, con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante
(ala, ola), con tres consonantes y una vocal (tras, gris) y otra vez
versos, la luna bajó a la fragua con su polisón de nardos, el niño la mira
mira, el niño la está mirando. Con tres y tres alternadas, cábala, laguna,
animal; Ulises, ráfaga, reposo.
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palíndromos. Los
fáciles, salta Lenin el Atlas; amigo, no gima; los más difíciles y
hermosos, átate, demoníaco Caín o me delata; Anás usó tu auto Susana. O los
preciosos anagramas: Salvador Dalí, Ávida Dollars; Alina Reyes, es la reina
y... Tan hermoso, éste, porque abre un camino, porque no concluye. Porque la
reina y...
No, horrible. Horrible porque abre camino a esta que no es la reina, y que
otra vez odio de noche. A esa que es Alina Reyes pero no la reina del
anagrama; que será cualquier cosa, mendiga en Budapest, pupila de mala casa
en Jujuy o sirvienta en Quetzaltenango, cualquier lado lejos y no reina.
Pero sí Alina Reyes y por eso anoche fue otra vez, sentirla y el odio.
20 de enero
A veces sé que tiene frío, que sufre, que le pegan. Puedo solamente odiarla
tanto, aborrecer las manos que la tiran al suelo y también a ella, a ella
todavía más porque le pegan, porque soy yo y le pegan. Ah, no me desespera
tanto cuando estoy durmiendo o corto un vestido o son las horas de recibo
de mamá y yo sirvo el té a la señora de Regules o al chico de los Rivas. Entonces
me importa menos, es un poco cosa personal, yo conmigo; la siento más dueña
de su infortunio, lejos y sola pero dueña. Que sufra, que se hiele; yo
aguanto desde aquí, y creo que entonces la ayudo un poco. Como hacer vendas
para un soldado que todavía no ha sido herido y sentir eso de grato, que se
le está aliviando desde antes, previsoramente.
Que sufra. Le doy un beso a la señora de Regules, el té al chico de los
Rivas, y me reservo para resistir por dentro. Me digo: «Ahora estoy
cruzando un puente helado, ahora la nieve me entra por los zapatos rotos».
No es que sienta nada. Sé solamente que es así, que en algún lado cruzo un
puente en el instante mismo (pero no sé si es el instante mismo) en que el
chico de los Rivas me acepta el té y pone su mejor cara de tarado. Y
aguanto bien porque estoy sola entre esas gentes sin sentido, y no me
desespera tanto. Nora se quedó anoche como tonta, dijo: «¿Pero qué te
pasa?». Le pasaba a aquella, a mí tan lejos. Algo horrible debió pasarle,
le pegaban o se sentía enferma y justamente cuando Nora iba a cantar a
Fauré y yo en el piano, mirándolo tan feliz a Luís María acodado en la cola
que le hacía como un marco, él mirándome contento con cara de perrito,
esperando oír los arpegios, los dos tan cerca y tan queriéndonos. Así es
peor, cuando conozco algo nuevo sobre ella y justo estoy bailando con Luis
María, besándolo o solamente cerca de Luis María. Porque a mí, a la lejana,
no la quieren. Es la parte que no quieren y cómo no me va a desgarrar por
dentro sentir que me pegan o la nieve me entra por los zapatos cuando Luis
María baila conmigo y su mano en la cintura me va subiendo como un calor a
mediodía, un sabor a naranjas fuertes o tacuaras chicoteadas, y a ella le
pegan y es imposible resistir y entonces tengo que decirle a Luis María que
no estoy bien, que es la humedad, humedad entre esa nieve que no siento,
que no siento y me está entrando por los zapatos.
25 de enero
Claro, vino Nora a verme y fue la escena. «M'hijita, la última vez que te
pido que me acompañes al piano. Hicimos un papelón». Qué sabía yo de
papelones, la acompañé como pude, me acuerdo que la oía con sordina. Votre
âme est un paysage choisi... pero me veía las manos entre las teclas y
parecía que tocaban bien, que acompañaban honestamente a Nora. Luis María
también me miró las manos, el pobrecito, yo creo que era porque no se
animaba a mirarme la cara. Debo ponerme tan rara.
Pobre Norita, que la acompañe otra. (Esto parece cada vez más un castigo,
ahora sólo me conozco allá cuando voy a ser feliz, cuando soy feliz, cuando
Nora canta Fauré me conozco allá y no queda más que el odio).
Noche
A veces es ternura, una súbita y necesaria ternura hacia la que no es reina
y anda por ahí. Me gustaría mandarle un telegrama, encomiendas, saber que
sus hijos están bien o que no tiene hijos -porque yo creo que allá no tengo
hijos- y necesita confortación, lástima, caramelos. Anoche me dormí
confabulando mensajes, puntos de reunión. Estaré jueves stop espérame
puente. ¿Qué puente? Idea que vuelve como vuelve Budapest donde habrá tanto
puente y nieve que rezuma. Entonces me enderecé rígida en la cama y casi
aúllo, casi corro a despertar a mamá, a morderla para que se despertara.
Nada más que por pensar. Todavía no es fácil decirlo. Nada más que por
pensar que yo podría irme ahora mismo a Budapest, si realmente se me
antojara. O a Jujuy, a Quetzaltenango. (Volví a buscar estos nombres
páginas atrás). No valen, igual sería decir Tres Arroyos, Kobe, Florida al
cuatrocientos. Sólo queda Budapest porque allí es el frío, allí me
pegan y me ultrajan. Allí (lo he soñado, no es más que un sueño, pero cómo
adhiere y se insinúa hacia la vigilia) hay alguien que se llama Rod -o
Erod, o Rodo- y él me pega y yo lo amo, no sé si lo amo pero me dejo pegar,
eso vuelve de día en día, entonces es seguro que lo amo.
Más tarde
Mentira. Soñé a Rod o lo hice con una imagen cualquiera de sueño, ya usada
y a tiro. No hay Rod, a mí me han de castigar allá, pero quién sabe si es
un hombre, una madre furiosa, una soledad.
Ir a buscarme. Decirle a Luis María: «Casémonos y me llevas a Budapest, a
un puente donde hay nieve y alguien». Yo digo: ¿y si estoy? (Porque todo lo
pienso con la secreta ventaja de no querer creerlo a fondo. ¿Y si estoy?).
Bueno, si estoy... Pero solamente loca, solamente... ¡Qué luna de miel!
28 de enero
Pensé una cosa curiosa. Hace tres días que no me viene nada de la lejana.
Tal vez ahora no le pegan, o no pudo conseguir abrigo. Mandarle un
telegrama, unas medias... Pensé una cosa curiosa. Llegaba a la terrible
ciudad y era de tarde, tarde verdosa y ácuea como no son nunca las tardes
si no se las ayuda pensándolas. Por el lado de la Dobrina Stana, en la
perspectiva Skorda, caballos erizados de estalagmitas y polizontes rígidos,
hogazas humeantes y flecos de viento ensoberbeciendo las ventanas Andar por
la Dobrina con paso de turista, el mapa en el bolsillo de mi sastre azul
(con ese frío y dejarme el abrigo en el Burglos), hasta una plaza contra el
río, casi en encima del río tronante de hielos rotos y barcazas y algún martín
pescador que allá se llamará sbunáia tjéno o algo peor.
Después de la plaza supuse que venía el puente. Lo pensé y no quise seguir.
Era la tarde del concierto de Elsa Piaggio de Tarelli en el Odeón, me vestí
sin ganas sospechando que después me esperaría el insomnio. Este pensar de
noche, tan noche... Quién sabe si no me perdería. Una inventa nombres al
viajar pensando, los recuerda en el momento: Dobrina Stana, sbunáia tjéno,
Burglos. Pero no sé el nombre de la plaza, es como si de veras hubiera llegado
a una plaza de Budapest y estuviera perdida por no saber su nombre; ahí
donde un nombre es una plaza.
Ya voy, mamá. Llegaremos bien a tu Bach y a tu Brahms. Es un camino tan
simple. Sin plaza, sin Burglos. Aquí nosotras, allá Elsa Piaggio. Qué triste
haberme interrumpido, saber que estoy en una plaza (pero esto ya no es
cierto, solamente lo pienso y eso es menos que nada). Y que al final de la
plaza empieza el puente.
Noche
Empieza, sigue. Entre el final del concierto y el primer bis hallé su nombre
y el camino. La plaza Vladas, el puente de los mercados. Por la plaza
Vladas seguí hasta el nacimiento del puente, un poco andando y queriendo a
veces quedarme en casas o vitrinas, en chicos abrigadísimos y fuentes con
altos héroes de emblanquecidas pelerinas, Tadeo Alanko y Vladislas Néroy,
bebedores de tokay y cimbalistas. Yo veía saludar a Elsa Piaggio entre un
Chopin y otro Chopin, pobrecita, y de mi platea se salía abiertamente a la
plaza, con la entrada del puente entre vastísimas columnas. Pero esto yo lo
pensaba, ojo, lo mismo que anagrama es la reina y... en vez de Alina
Reyes, o imaginarme a mamá en casa de los Suárez y no a mi lado. Es bueno
no caer en la sonsera: eso es cosa mía, nada más que dárseme la gana, la
real gana. Real porque Alina, vamos -No lo otro, no el sentirla tener frío
o que la maltratan. Esto se me antoja y lo sigo por gusto, por saber adónde
va, para enterarme si Luís María me lleva a Budapest, si nos casamos y le
pido que me lleve a Budapest. Más fácil salir a buscar ese puente, salir en
busca mía y encontrarme como ahora porque ya he andado la mitad del puente
entre gritos y aplausos, entre « ¡Álbeniz!» y más aplausos y «¡La
polonesa!», como si esto tuviera sentido entre la nieve arriscada que me
empuja con el viento por la espalda, manos de toalla de esponja llevándome
por la cintura hacia el medio del puente.
(Es más cómodo hablar en presente. Esto era a las ocho, cuando Elsa Piaggio
tocaba el tercer bis, creo que Julián Aguirre o Carlos Guastavino, algo con
pasto y pajaritos). Pero me he vuelto canalla con el tiempo, ya no le tengo
respeto. Me acuerdo que un día pensé: «Allá me pegan, allá la nieve me
entra por los zapatos y esto lo sé en el momento, cuando me está ocurriendo
allá yo lo sé al mismo tiempo. ¿Pero por qué al mismo tiempo? A lo mejor me
llega tarde, a lo mejor no ha ocurrido todavía. A lo mejor le pegarán
dentro de catorce años, o ya es una cruz y una cifra en el cementerio de
Santa Úrsula. Y me parecía bonito, posible, tan idiota. Porque detrás de
eso una siempre cae en el tiempo parejo. Si ahora ella estuviera realmente
entrando en el puente, sé que lo sentiría ya mismo y desde aquí. Me acuerdo
que me paré a mirar el río que estaba sonando y chicoteando. (Esto yo lo
pensaba). Valía asomarse al parapeto del puente y sentir en las orejas la
rotura del hielo ahí abajo. Valía quedarse un poco por la vista, un poco
por el miedo que me venía de adentro -o era el desabrigo, la nevisca
deshecha y mi tapado en el hotel-. Y después que yo soy modesta, soy una
chica sin humos, pero vengan a decirme de otra que le haya pasado lo mismo,
que viaje a Hungría en pleno Odeón. Eso le da frío a cualquiera, che, aquí
o en Francia.
Pero mamá me tironeaba la manga, ya casi no había gente en la platea.
Escribo hasta ahí, sin ganas de seguir acordándome de lo que pensé. Me va a
hacer mal si sigo acordándome. Pero es cierto, cierto; pensé una cosa
curiosa.
30 de enero
Pobre Luís María, qué idiota casarse conmigo. No sabe lo que se echa
encima. O debajo, como dice Nora que posa de emancipada intelectual.
31 de enero
Iremos allá. Estuvo tan de acuerdo que casi grito. Sentí miedo, me pareció
que él entra demasiado fácilmente en este juego. Y no sabe nada, es como el
peoncito de dama que remata la partida sin sospecharlo. Peoncito Luís María,
al lado de su reina. De la reina y -
7 de febrero
A curarse. No escribiré el final de lo que había pensado en el concierto.
Anoche la sentí sufrir otra vez. Sé que allá me estarán pegando de nuevo.
No puedo evitar saberlo, pero basta de crónica. Si me hubiese limitado a
dejar constancia de eso por gusto, por desahogo... Era peor, un deseo de
conocer al ir releyendo; de encontrar claves en cada palabra tirada al
papel después de tantas noches. Como cuando pensé la plaza, el río roto y
los ruidos, y después... Pero no lo escribo, no lo escribiré ya nunca.
Ir allá a convencerme de que la soltería me dañaba, nada más que eso, tener
veintisiete años y sin hombre. Ahora estará bien mi cachorro, mi bobo,
basta de pensar, a ser al fin y para bien.
Y sin embargo, ya que cerraré este diario, porque una o se casa o escribe
un diario, las dos cosas no marchan juntas -Ya ahora no me gusta salirme de
él sin decir esto con alegría de esperanza, con esperanza de alegría. Vamos
allá pero no ha de ser como lo pensé la noche del concierto. (Lo escribo, y
basta de diario para bien mío.) En el puente la hallaré y nos miraremos. La
noche del concierto yo sentía en las orejas la rotura del hielo ahí abajo.
Y será la victoria de la reina sobre esa adherencia maligna, esa usurpación
indebida y sorda. Se doblegará si realmente soy yo, se sumará a mi zona
iluminada, más bella y cierta; con sólo ir a su lado y apoyarle una mano en
el hombro.
*
Alina Reyes de Aráoz y su esposo llegaron a Budapest el 6 de abril y se
alojaron en el Ritz. Eso era dos meses antes de su divorcio. En la tarde
del segundo día Alina salió a conocer la ciudad y el deshielo. Como le
gustaba caminar sola -era rápida y curiosa- anduvo por veinte lados
buscando vagamente algo, pero sin proponérselo demasiado, dejando que el
deseo escogiera y se expresara con bruscos arranques que la llevaban de una
vidriera a otra, cambiando aceras y escaparates.
Llegó al puente y lo cruzó hasta el centro andando ahora con trabajo porque
la nieve se oponía y del Danubio crece un viento de abajo, difícil, que
engancha y hostiga. Sentía cómo la pollera se le pegaba a los muslos (no
estaba bien abrigada) y de pronto un deseo de dar vuelta, de volverse a la
ciudad conocida. En el centro del puente desolado la harapienta mujer de pelo
negro y lacio esperaba con algo fijo y ávido en la cara sinuosa, en el
pliegue de las manos un poco cerradas pero ya tendiéndose. Alina estuvo
junto a ella repitiendo, ahora lo sabía, gestos y distancias como después
de un ensayo general. Sin temor, liberándose al fin -lo creía con un salto
terrible de júbilo y frío- estuvo junto a ella y alargó también las manos,
negándose a pensar, y la mujer del puente se apretó contra su pecho y las
dos se abrazaron rígidas y calladas en el puente, con el río trizado
golpeando en los pilares.
A Alina le dolió el cierre de la cartera que la fuerza del abrazo le
clavaba entre los senos con una laceración dulce, sostenible. Ceñía a la
mujer delgadísima, sintiéndola entera y absoluta dentro de su abrazo, con
un crecer de felicidad igual a un himno, a un soltarse de palomas, al río
cantando. Cerró los ojos en la fusión total, rehuyendo las sensaciones de
fuera, la luz crepuscular; repentinamente tan cansada, pero segura de su
victoria, sin celebrarlo por tan suyo y por fin.
Le pareció que dulcemente una de las dos lloraba. Debía ser ella porque
sintió mojadas las mejillas, y el pómulo mismo doliéndole como si tuviera
allí un golpe. También el cuello, y de pronto los hombros, agobiados por
fatigas incontables. Al abrir los ojos (tal vez gritaba ya) vio que se
habían separado. Ahora sí gritó. De frío, porque la nieve le estaba
entrando por los zapatos rotos, porque yéndose camino de la plaza iba Alina
Reyes lindísima en su sastre gris, el pelo un poco suelto contra el viento,
sin dar vuelta la cara y yéndose.
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