Todos los miércoles desde las 14 hs. Gratuito y para todo el público.
Día del Trabajador en la Argentina
El primer acto del Día del Trabajador se realizó
en 1890, en el Prado Español de Buenos Aires, y contó con la participación de
numerosos movimientos obreros, integrados en su mayoría por inmigrantes
alemanes, italianos, españoles y portugueses. Desde entonces se celebra cada 1º
de mayo el Día del trabajador.
Años más tarde, Argentina atravesará por
distintas instancias en la reivindicación de los derechos de los trabajadores,
tanto de hombres como mujeres, reconociéndose estos para ambos.
A partir de la primera presidencia de Juan
Domingo Perón (1946-1952), la conmemoración del Día del Trabajador alcanzaría
una notable importancia, organizándose celebraciones
multitudinarias en todo el país. A raíz de las numerosas reivindicaciones
obreras logradas por el peronismo, el 1º de mayo se convirtió en un día
emblemático: entre las diversas manifestaciones de entonces se destaca la
convocatoria de los obreros en la
Plaza de Mayo, quienes llegaban en multitud desde temprano
para escuchar el discurso del presidente.
Escribió Felipe Pigna: "En nuestro país cada
primero de mayo nuestros trabajadores tomaron las calles desafiando al poder,
recordándole que existían y que no se resignarían a ser una parte del engranaje
productivo. La lucha logró la reducción de la jornada laboral, las leyes
sociales y la dignificación del trabajador. El poder se sintió afectado y en
cada contraofensiva cívico-militar como las del 55; 62; 66; 76 y 89 (esta vez a
través del voto), pretendieron –y en ocasiones lo lograron-, arrasar con las
históricas conquistas del movimiento obrero".
Felipe Pigna
Trabajo: en su ortigen tres palos, asociado a sufrimiento. Con la inmigración italiana se adhiere al significado de laboro (labor, laburo)
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Una historia vulgar
Una historia vulgar
A Rosa Wernicke, que le gustaba este poema, y no se
por qué.(1)
El perro no era mío.
Yo lo encontré una siesta
por la orilla del río.
Le hice un poco de fiesta:
le halagué las ijadas
y el dorso polvoriento,
y él, contento,
me puso en las rodillas
sus dos patas mojadas.
De regreso, a hurtadillas,
me siguió por el puente.
Siete veces contadas
lo arrojé duramente.
El entonces huía
tanto como el alcance
de una pedrada mía.
Allí se detenía
sin comprender.
No sabía
si seguir o volver;
pero después, en cuidadoso avance,
con la gente volvía.
Cuando llegué a mi casa
(¡qué linda mi vecina!),
Leb doblaba la esquina
con su mirada escasa.
Me vio sacar la llave, abrir la puerta
y dejarla entreabierta
al sol puro del día.
Con su paso de zorro desconfiado,
él no tardó en llegar,
y cuando yo lo hacía
desandando lo andado,
asomó en la abertura, cautelosa,
su cabeza angular.
Le arrojé lo primero
que mi mano alcanzó
(¡ay, mi florero
con su rosa!),
y él huyó.
Pero la misma noche
su ladrido
me despertó.
Después, entredormido,
le oí ladrar a un coche,
gruñir a un tiro lejano como de pistola
de arzón, (2)
y golpear en mi puerta con la cola,
que era su corazón.
Al romper la mañana
la campana
tocó el Avemaría.
Despacito
me acerqué a la ventana.
Mi vecina barría.
(¡Qué linda con su rulito!).
En el disco del puente todavía
brillaba el farolito
que colgó el guardavía.
Ululando, un mochuelo
se levantó del suelo.
A los ojos del día,
desnudas en el cielo
cuatro estrellas
temblaban sorprendidas
como cuatro doncellas;
y en la calle, las orejas erguidas,
el hocico altanero,
la vista brava y quieta
y la cola arrollada sobre el lomo
en forma de corneta,
Leb estaba de guardia más entero
que un soldado de plomo.
Mi corazón vacío,
ni bueno, ni cruel,
ante aquel animal
tan sólo y fiel
que me estaba esperando,
se conmovió en su hastío.
Silbando,
lo traje hasta mi umbral,
y me quedé con él,
como si siempre hubiera sido mío.
Leb era inteligente
y de buen corazón.
En la boca, hasta el puente,
me llevaba el zurrón; (3)
desde el puente volvía
con mi atado de ropa.
Sabía
levantar una copa,
caminar en dos patas, dar la mano
lo mismo que un hermano,
atrapar en el aire, boquiabierto,
un mendrugo de pan, hacerse el muerto,
bostezar como un hombre ante mi charla,
alcanzarme el bastón
y saltar una mesa
Cierta vez, de sorpresa,
en la humilde estación
él me vino a esperar.
(Yo llegaba de un viaje
que me tuvo dos noches
de lugar en lugar).
Cuando vio mi equipaje,
locamente
me buscó por los coches,
correteó por la vía,
y se puso a ladrar
de alegría
entre toda la gente.
Parecía
que estaba por hablar.
Suave de condición,
obediente, callado,
Leb se había ganado
mi corazón.
Lo quería
como puede querer
a un niño una mujer.
Dibujaba, sin mirar,
su agudo perfil.
Conocía,
a tiro de fusil,
su cola militar,
y su ladrido,
como la voz de un ser querido,
entre diez mil.
Mi alegría
era verlo correr,
suelto el latido,
tras la pieza que huía,
y sin miedo nadar
por la misma corriente;
mi placer,
contemplarle el lunar
que estrellaba su frente;
mi dolor,
la risa de la gente
por su feo color,
su oreja recortada,
su colmillo saliente
y su nariz de payasín, alzada.
Nunca le até cordel
ni le puse bozal:
¡Lo sabía tan fiel,
tan dócil, tan formal!
Y así, mientras fue mío,
no mordió a gente alguna,
ni en el río,
ni en la calle desierta,
ni ladrando a la luna
o al farol,
ni guardando mi puerta,
ya en la sombra,
ya en la alfombra
hecha de hierba y sol.
Pero un día,
sin un ladrido hostil
a lo que más quería,
se fue tras el halago
de un silbido sutil,
el silbido
de un vago.
Mucho después, herido,
regresó a mi dulzura,
y en mi puerta, a deshora,
llamó con la amargura
de una mujer que llora.
Como era sólo un perro,
no supo contar su drama.
Quería,
pero no podía.
Digo que fue un guerrero.
murió debajo de mi cama.
Elena Poniatowsa Recibió el Premio Cervantes
el 23 de abril de 2014.
Majestades, Señor Presidente del Gobierno, Señor
Ministro de Educación, Cultura y Deporte, Señor Rector de la Universidad de Alcalá
de Henares, Señor Presidente de la Comunidad de Madrid, Señor Alcalde de esta
ciudad, autoridades estatales, autonómicas, locales y académicas, amigas,
amigos, señores y señoras.
Soy la cuarta
mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta
y cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos
nuestra porque debido a la
Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta
en Morelia, Michoacán.
Simone Weil, la filósofa francesa, escribió que echar
raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María
Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, pero ella fue una exiliada de todo
menos de su escritura.
La más joven de todas las poetas de América Latina en
la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en
recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y
a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria
respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.
A Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003.
Hermosa y descreída, sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su
imaginario riquísimo y feroz.
María, Dulce María y Ana María, las tres Marías,
zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y
sin embargo, hoy por hoy, son las mujeres de Cervantes, al igual que
Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia de ellas,
muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra,
un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos
con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede
equivocarse.
Del otro lado
del océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer
momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con
mucha razón José Emilio Pacheco la definió: “Sor Juana/ es la llama
trémula/ en la noche de piedra del virreinato”.
Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una defensa liberadora,
el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la
literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de
diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del universo. Ella
lo hizo en los 975 versos de su poema “Primero sueño”. Dante tuvo la mano de
Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al
igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y
reprendida por prelados que le eran harto inferiores.
Sor Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases
para su búsqueda científica. También dentro de la cultura de la pobreza se
atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela-
testimonio “Hasta no verte Jesús mío”, no tuvo más que su intuición para
asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno
como una gracia sin precio y sin explicación posible. Jesusa vivía a la
orilla del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un
milagro que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo
eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al
creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes había
nacido como un hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía que
pagar sus culpas entre abrojos y espinas.
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Mi madre nunca
supo qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942, en el
“Marqués de Comillas”, el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de
tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del
general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren:
italianos que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia,
norteamericanas que se mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas
francesas con un apellido polaco. Llegamos “a la inmensa vida de México” —como
diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos
transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de
convertir fondas en castillos con rejas doradas.
Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la
razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres.
Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se
les viera la vergüenza en los ojos. Al
servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: “¿No le
molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?”
Aprendí el
español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que
siempre se referían a la muerte. “Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a
María/ que no se acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se
la llevó”. O esta que es aún más aterradora: “Cuchito, cuchito/ mató a su
mujer/ con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a
vender./ —¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”
Todavía hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13
de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad
Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue
encontrado en un basurero.
Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra
“gracias” y pensé que su sonido era más profundo que el “merci” francés.
También me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de
amarillo marcados con el letrero: “Zona por descubrir”. En Francia, los
jardines son un
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pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano.
Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia cabía
tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y nos
desafiaba: “Descúbranme”. El idioma era la llave para entrar al mundo indio,
el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981,
cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos.
¿Cómo iba yo a transitar de la palabra París a la
palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal,
Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían
dado cuenta quiénes eran sus conquistados.
Quienes me dieron la llave para abrir a México fueron
los mexicanos que andan en la calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad
muchos personajes de a pie semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero
encuentran en su camino, un barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la
ventera. Antes, en México, el cartero traía uniforme cepillado y gorra azul y
ahora ya ni se anuncia con su silbato, solo avienta bajo la puerta la
correspondencia que saca de su desvencijada mochila. Antes también el afilador
de cuchillos aparecía empujando su gran piedra montada en un carrito producto
del ingenio popular, sin beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y
la iba mojando con el agua de una cubeta. Al hacerla girar, el cuchillo sacaba
chispas y partía en el aire los cabellos en dos; los cabellos de la ciudad que
en realidad no es sino su mujer a la que le afila las uñas, le cepilla los
dientes, le pule las mejillas, la contempla dormir y cuando la ve vieja y ajada
le hace el gran favor de encajarle un cuchillo largo y afilado en su espalda de
mujer confiada. Entonces la ciudad llora quedito, pero ningún llanto más
sobrecogedor que el lamento del vendedor de camotes que dejó un rayón en el
alma de los niños mexicanos porque el sonido de sus carritos se parece al
silbato del tren que detiene el tiempo y hace que los que abren surcos en la
milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala para señalarle a su
hijo: “Mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren; algún día, tú
viajarás en tren”.
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Tina Modotti llegó de Italia pero bien podría
considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España
cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a
hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla. Treinta y
ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una
nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al
levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la
cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.
La última pintora surrealista, Leonora Carrington pudo
escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy
Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el poeta
Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso decirles más tarde
si me da la vida para tanto.
Lo que se aprende de niña permanece indeleble en la
conciencia y fui del castellano colonizador al mundo esplendoroso que
encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran
tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y
penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de
Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger
ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser
cambiadas por una garrafa de alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que
los hombres.
“¿Quien anda
ahí?” “Nadie”, consignó Octavio Paz en “El laberinto de la soledad”. Muchos
mexicanos se ningunean. “No hay nadie” —contesta la sirvienta. “¿Y tú quien
eres?” “No, pues nadie”. No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse sino
porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni se
explica a sí misma, simplemente estalla. Durante el terremoto de 1985,
muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo,
con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los
lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche
entera con picos y palas para sacar
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escombros que después acarreaban en cubetas y
carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su
nombre y uno de ellos me respondió: “Pues póngame nomás Juan”, no sólo
porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque al igual que
millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y
de marginación.
Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande
del mundo: casi 9 millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la
capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las
alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse
en el tren de la muerte llamado “La
Bestia” con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados
Unidos.
En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una “Homérica
Latina” en la que los personajes son los perdedores de nuestro continente, los
de a pie, los que hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las
ciudades perdidas, las multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que
viajan en autobuses atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de
palma, los que aman a Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes,
los que llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en “angelitos
santos”, la multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los
desfiles militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal
intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e
imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de nuestro continente;
el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que
ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y
traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y
lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—. El novelista José
Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: “Allá, creen
que soy un limpiabotas venido a más”. Habría sido mejor que dijera “un limpiabotas
venido a menos”. Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en
reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran
masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se
pregunta hoy por hoy en qué grado depende
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de los Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un
grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha
sido ganada por los chicanos.
Los mexicanos
que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987,
Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y
María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José
Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir,
sobre todo Octavio Paz.
Ya para
terminar y porque me encuentro en España, entre amigos quisiera contarles que
tuve un gran amor “platónico” por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio
Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a
nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de
nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos
reincidentes llamados “conejos”, nos acercó a una realidad compartida: la de
la vida y la muerte tras los barrotes.
Ningún acontecimiento más importante en mi vida
profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho
Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni
la princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una
escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo
hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su
pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva
que retiene lo que le cuentan.
Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y
estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María
Zambrano, “ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas”.
Por todas estas razones, el premio resulta más
sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo.
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El poder financiero manda no sólo en México sino en el
mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son
cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los
destartalados, los candorosos.
A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le
preguntó: —Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?
Paula le dijo su edad y Luna insistió:
—¿Antes o después de Cristo?
Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una
evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional
que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de
papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la
basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la
chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había
llegado el “Excélsior”, que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos
en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez:
“Espero alegre la salida y espero no volver jamás”.
A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese
es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y
regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero
femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día
internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
En los últimos
años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge
Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda
florecida y me hacía notar “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte
tan callando”. Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como
siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una
alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección.
Muchas gracias
por escuchar.
Elena Poniatowska.
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