Corrientes 450, 1º piso
miércoles desde las 14hs. Gratis
MONTES CÁRPATOS
La lluvia es tan espesa, densa,
que parece un muro sólido. El pequeño automóvil avanza a duras penas por la
ruta zarandeado por las fuertes ráfagas de viento como si quisieran sacarlo del
camino. El hombre joven que maneja y la muchacha a su lado, intentan visualizar
la línea de la ruta que a ratos se ve iluminada por fuertes relámpagos
acompañados por la estampida de truenos que los estremecen. Se preguntan
si hicieron bien en aventurarse a dejar
el último pueblo distante unos doscientos kilómetros ya que la tormenta
empezaba a amenazar.
Pero la prisa en llegar a la
localidad de la costa atlántica donde pasarán sus vacaciones les dio coraje. No transita nadie a esa hora de la noche y se sienten desprotegidos.
Empieza a caer un fino granizo y
el conductor decide salir de la carretera tomando un desvío de tierra, para
guarecerse en los montes de pinos que abundan en los alrededores.
Buscan un lugar donde los
árboles sean más tupidos y se acomodan en los asientos para tratar de pasar la
noche.
Se despiertan sobresaltados
cuando alguien golpea la ventanilla al tiempo que los alumbra con una linterna.
El joven baja el vidrio y mira al desconocido que es alto, con barba rubia y
está enfundado en un piloto negro. Éste les dice que tiene una pequeña posada,
cerca de allí, donde pueden pasar la noche. Si están de acuerdo irá adelante
con su furgón. Así lo hace la pareja siguiendo las luces rojas a través de de
los montes y las escarpadas dunas. Piensan que han tenido suerte pues son las
dos de la madrugada y no se ve ninguna otra luz.
Al cabo de un buen rato, llegan
a un claro del bosque donde se encuentra la posada de nombre Montes Cárpatos,
según está escrito en un trozo de madera colgante al lado de banderas de
distintos países. La casa de estilo alpino, con techo a dos aguas, es de
aspecto muy cuidado, toda de troncos, con muchas flores y un primer piso con
balcón saliente.
El anfitrión los hace pasar a un
recibidor con sillones frente a la estufa de leños que se halla encendida, y
mientras ellos se recomponen, va al piso superior. Vuelve al rato con una mujer
sonriente enfundada en un largo camisón blanco a quién presenta como su esposa.
Ambos son muy amables y luego de brindarles una bebida caliente y charlar un
rato los conducen al dormitorio asignado en la planta baja. Los visitantes se
encuentran cómodos, sin demasiados lujos, pero con confort y calidez. Duermen
hasta entrada la mañana en que con discretos golpes en la puerta la mujer les
indica que pueden desayunar. Hay varias mesitas coquetamente dispuestas, pero
vacías, pues según relata la dueña todavía no es la época de llegada de los
turistas. También acota que ellos son oriundos de una zona montañosa de Europa
central y que hace 25 años que tienen la hostería. Ella los atenderá mientras
su esposo va con el furgón a buscar provisiones.
Ya no llueve. La pareja sale a
recorrer y pueden apreciar que la casa está rodeada de plantas de hortensias y
dalias de variados colores, retamas amarillas, lo mismo que los maceteros que
cuelgan del primer piso cubiertos de pensamientos blancos y azules. Es una
postal bucólica. Siguen caminando hasta llegar al mar que se encuentra a poca
distancia, les encanta el paisaje de altos médanos, los pinos que quedaron atrás
y caminar sobre la espuma. En todo el paseo no vieron ninguna casa o persona,
dentro o fuera del bosque, solamente un barco que se desplazaba lentamente en
el horizonte.
Al regresar, los espera la
posadera con la comida y ellos dicen que se van a quedar también esa noche ya que están muy a gusto y
retomarán su camino al día siguiente.
Vuelven a pasear y regresan al
oscurecer. Encuentran la mesa servida
para un banquete, los dueños cenarán con ellos como despedida. La mujer
muestra sus habilidades en la cocina y el marido trae distintos vinos del
depósito. El clima no puede ser mejor, calor de hogar, buena comida, generosa
bebida y amable compañía.
Luego, se retiran a descansar
exhaustos de ese día perfecto.
Duermen pesadamente hasta que la
luz del sol llega a los ojos del muchacho que se halla boca arriba, parpadea, y
piensa que es hora de levantarse. Quiere mover la cabeza pero no puede, le echa
la culpa al vino que tomó demás. Intenta mover los brazos, y no le responden. Trata
con las piernas pero no las siente. No entiende que le sucede. Con el rabo del ojo hace esfuerzos para ver a
su compañera que está al lado. También ella se halla completamente inmóvil y lo
mira con ojos desorbitados. No pueden articular palabras y por más que lo
intentan sólo emiten unos pocos sonidos guturales parecidos a gruñidos.
Confusos, desesperados, no pueden imaginar qué está sucediendo.
Oyen golpear la puerta varias
veces, intentan responder, pero es en vano. Entonces se abre y los dueños de
casa se quedan observándolos. El hombre les dice que no se preocupen,
seguramente han comido algún hongo venenoso del bosque, que no es la primera
vez que pasa y que él los va a ayudar. Salen y vuelven con dos soportes
metálicos de los que usan en los hospitales para colgar las bolsas con
medicamentos o sangre. Colocan uno para cada uno a ambos lados de la cama,
ubican los recipientes con líquidos y se abocan a la tarea de insertarles las
agujas en las venas. Finalizada la operación se retiran dejando a la pareja
consternados y temerosos.
El joven mira con desesperación
las bolsas que penden de los soportes y esforzando al máximo sus ojos alcanza a
leer una leyenda o marca: “Donante de Órganos” y más abajo
“Centro Privado de Ablación y Trasplantes”.
Con desesperación comienza a entender la trampa en que han caído, pero no puede
hacer nada y una suave somnolencia lo va invadiendo. Trata de estar conciente
pero es imposible. En sus últimos
momentos de lucidez y con los ojos semi cerrados se abre la puerta y alcanza a
escuchar:
_ Ya preparaste el furgón ? espero
que por estos dos nos paguen mejor que la última vez.
_ Seguro, mujer!...son más
jóvenes.
Héctor Rodríguez con Víctor H. Olmos
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