La vieja de la bolsa.
Quién iba a decirlo! Dicen que
quedó así desde que encontraron muerta a su abuela con una bolsa de nylon en la
cabeza. Cuánto amor debió sentir por doña Anita.
¡Tan buen muchacho! Aunque la
finada, que en paz descanse, no parecía ser muy cariñosa con su nieto.
Adolfito tenía diecisiete años,
era alto, flaco, desgarbado. De su abuelo materno, además del nombre, había
heredado unos transparentes ojos grises que hacían olvidar su desaliño. Vivía
con sus padres y una hermana en una casa edificada arriba de la de su abuela.
Diariamente doña Anita lo
acosaba: ¿A dónde vas? ¿De dónde venís? ¿Por qué no aprendés de tu hermana que
siempre está estudiando? ¡No me contestés! ¡Contestame que te estoy hablando”
Tan maleducado como tu padre!
Ya no la aguanto, pensaba el
chico, si por lo menos se quedara muda por un tiempo, aunque fuera una semana.
Él seguís divagando mientras la vieja hablaba.
Cuando prendía el equipo en su
habitación, enseguida aparecía su madre para decirle: “Nene, la abuela pide que
bajes el volumen, dice que se le van a caer los cuadros de cómo retumba el
ruido en su casa”.
Si al menos se quedara un poco
sorda, pensaba él.
El día anterior al crimen, la
anciana le había regalado a su nieto una camisa a cuadros. Adolfo miró la camisa
y le pidió a su abuela que le dejara la factura para cambiarla por una remera.
Doña Anita le respondió: “No queridito, esta vez quiero verte con ropa
decente”. “Pero abuela esta camisa es para un viejo”.-insistió él. “También me
llevo la bolsita así me quedo segura de que no la vas a cambiar. Además,
recordalo, para tu cumpleaños quiero que
la estrenes, sino olvidate de lo que me pediste el otro día”.
Esa misma noche la asesinaron,
presuntamente para robarle.
Había pasado alrededor de una
semana de la trágica muerte de la anciana, cuando Adolfo comenzó a sentir un
cierto malestar, sobre todo cuando se dirigía a la escuela; tenía la impresión
de que alguien lo vigilaba o perseguía. Muchas veces volvía la mirada, aunque
nunca veía nada extraño.
Un día descubrió que a su lado
solía haber una bolsita de nylon inflada por el viento. Comenzó a hacer
pruebas: él se detenía y la bolsita se desinflaba a sus pies. Al reiniciar la
marcha, volvía a inflarse y resoplar como su tuviera vida. Él doblaba en la
esquina y la bolsita se enrollaba sobre sí misma dirigiéndose siempre hacia
donde él iba. Por último, inició una carrera desesperada con la bolsita volando
sobre su cabeza.
En el pic nic de la primavera,
cuando se estaba besando con Mariana, una bolsa reseca por el sol, les pegó en
la cara y se quedó adherida a sus cabellos. Adolfito empezó a sentir miedo.
La vieja, la vieja de mierda, se
dijo, en tanto observaba por la ventana de su dormitorio como una bolsa negra
de las de consorcio se estrellaba contra el vidrio. Ya no se animaba a salir a
la calle. Agorafobia, pronosticó un amigo de la familia.
Es mi abuela, decía el chico,
mientras miraba consternado cómo la bolsita de nylon, que había contenido la
jeringa descartable, saltaba desde el cesto de papeles a sus rodillas.
Es la estática, opinó el
enfermero.
Alicia Pesce de Capella.
Cafetín Literario
Empleados de Comercio; Corrientes 450 1º piso.
Miércoles desde 14hs.
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