martes, 28 de octubre de 2014

Trabajo cumplido, Alicia T. González


Trabajo cumplido

Regresaba eufórico con su compra bajo el brazo.
Cruzó la avenida compenetrado en el trabajo que elaboraría.
Un chirrido. Fuerte golpe. Gritos. Curiosos acercándose. Sirena de ambulancia. Ulular policial. Momentos confusos. Ayes.
Al ingresar a su casa, comenzó a escribir, tema: “Diferencias entre las doctrinas de dos filósofos. Conclusión subjetiva”. Eran los griegos Epicúreo (a.C.) y el estoicismo latino defendido por Epícteto (d.C.). Investigó explayándose seguro. Hizo correcciones y satisfecho lo transcribió.
Listo para el próximo encuentro.
Sobre su cabeza, miles de picotazos parecían despedazar y la respiración era cada vez más dificultosa. El cuerpo: convulsionante.
De a poco se fue aquietando. Una placidez única lo coronó.
Ahora recorría el ambiente: gente llorosa, autos detenidos, boulevard inusual.
Miró el asfalto y a través del caos humano vio un ser yacente rodeado de charco rojo.
Preguntó qué había sucedido, pero…el silencio era la respuesta-¡No lo oían ni lo veían!
Hojas de block alrededor. Algunas tinte rubí, otras semi rotas. Las demás, barriletes del viento o reptando soñaban que alguien las embarazara.
     


                                           Alicia T. González.- 22-10-14





Cafetín Literario
Miércoles desde las 14hs. Federico Vega- Susana Rozas



domingo, 26 de octubre de 2014

Carta a Liz Taylor, Pedro Lemebel

Carta a Liz Taylor (o esmeraldas egipcias para AZT)

Así, querida Liz, sin saber si esta carta irá a ser leída por el calipso de tus ojos. Y más aún, conociendo tu apretada agenda, me permito sumarme a la gran cantidad de sidosos que te escriben para solicitarte algo. Tal vez un rizo de tu pelo, un autógrafo, una blonda de tu enagua. No sé, cualquier cosa que permita morir sabiendo que tú recibiste el mensaje. El caso es que yo no quiero morir, ni recibir un autógrafo impreso, ni siquiera una foto tuya con Montgomery Cliff en El árbol de la vida. Nada de eso, solamente una esmeralda de tu corona de Cleopatra, que usaste en el film, que según supe eran verdaderas. Tan auténticas, que una sola podría alargarme la vida por unos años más, a puro AZT.
No quiero presionarte con lágrimas de maricocódrilo moribundo, tampoco despojarte de algo tan querido. Quizás, liberarte de esas gemas que cargan la maldición faraónica, y a la larga traen mala suerte, incitan a los ladrones a saquear tu casa. Y no es broma, tú recuerdas lo de Sharon Tate, no fue nada de gracioso. Además los pelambres del ambiente, las víboras diciendo que las joyas se te pierden en las arrugas. Que ya no te queda cuello con tanta zarandaja. Que una reina debe ser sobria, que a tu edad el esplendor de los rubíes compite con la celulitis. En fin, habiendo tanto hambriento tú te paseas de alhaja en alhaja. Que Julio Iglesias quedó turnio con tanto brillo. Que los cheques para la causa AIDS, que tú regalas con tanta devoción, se quedan enredados en los dedos que trafican la plaga. Y dicen que fíjate tú, esa piedad es pura pantalla, nada más que promoción, fíjate, como el símbolo para la campaña. Esa cintita roja que los maricas pobres la usan de plástico, seguro que fabricadas en Taiwan. Y las ricas de oro con rubíes, que más parece una horca, el lacito ese. Un detector para saber quién tiene el premio, tú sabes, la gente es tan peladora. Hasta han dicho que tú estás contagiada, por eso la baja de peso. Basta mirar las fotos de hace algunos años, no había modelito que te entrara. Y ahora tanto amor con los homosexuales sidosos. Tanto cariño por ese Jackson, el Cristo pop que canta: «Dejad que los niños vengan a mí.» Mira tú, de dónde tanta adhesión. Tanto amor con los maricas, como la Liza Minelli, la Barbara Streisand y la María Félix. Todas esas estrellas que amamantan a las locas como perritos regalones. Como sí los maricas fueran adornos de uso coqueto. Como si fueran la joya del Nilo o el último fulgor de una Atlántida sumergida. Mira tú, y sin embargo, con las lesbianas ni pío. Cuando debiera ser al revés, dicen ellas. Primero la solidaridad por casa, y luego las locas. Hasta les tienen un apodo en New York a las ricas y famosas que andan para arriba y para abajo con sus modistos y peluqueros.
Yo creo Liz que es pura pica, nada más que envidia. Además, los colas tenemos corazón de estrella y alma de platino, por eso la cercanía. Por eso la confianza que tengo contigo para pedirte este favor. Si es que tú quieres, sí no te importa mucho. Te estaré eternamente agrade-sida. Acuérdate, una esmeralda chiquitita, de pocos kilates, que no se note mucho cuando la saquen de la corona. Total, tú tienes esas turquesas para mirar que opacan cualquier resplandor. Yo soy de Chile, mándamela a la dirección del remitente. Tú no conoces este país, dicen que, hay mucha plata, pero no se ve por ningún lado.
Tu admirador, for ever
  1. Pedro Segundo Mardones Lemebel, más conocido como Pedro Lemebel es un escritor, cronista y artista plástico chileno. Su obra escrita aborda los temas de la marginalidad chilena utilizando para ello algunas referencias autobiográficas.Wikipedia
  2. Fecha de nacimiento21 de noviembre de 1952 (edad 61), Santiago de Chile, Chile

Palabra

Una crónica (De el latín Chronicon) es una obra literaria consistente en la recopilación de hechos históricos narrados en orden cronológico. La palabra crónica viene del latín chronica, que a su vez se deriva del griego kronika biblios, es decir, libros que siguen el orden del tiempo. En una crónica los hechos se narran según el orden temporal en que ocurrieron, a menudo por testigos presenciales o contemporáneos, ya sea en primera o en tercera persona.
En la crónica se utiliza un lenguaje sencillo, directo, muy personal y admite un lenguaje literario con uso reiterativo de adjetivos para hacer énfasis en las descripciones. Emplea verbos de acción y presenta referencias de espacio y tiempo. La crónica lleva cierto distanciamiento temporal a lo que se le llama escritos históricos. Por medio de las crónicas se pueden redactar escritos, tomando las opiniones de varias personas para saber si esto es cierto o no, como en el libro Crónica de una muerte anunciada escrito por Gabriel García Márquez

·                     La crónica debe mostrar un estilo ameno, a ser posible con anécdotas y curiosidades. La crónica permite un vocabulario más rico y un estilo más flexible, incluso literario. Una crónica explica las expresiones, las enmarca en un contexto, las evalúa. 


sorpresas y describe el ambiente.

La niña de mis ojos; De tanto; por Elsa Palma.

DE TANTO
De tanto no responder
a la negra mentira
tengo el corazón amarillo,
de tanto no responder
a la verde envidia
tengo el corazón amarillo,
de tanto no responder
a la roja ira
tengo el corazón amarillo,
de tanto no responder
a la gris indiferencia
tengo el corazón amarillo,
amarillo en flor
amarillo sol
amarillo vida.




LA NIÑA DE MIS OJOS
Era domingo, mi padre estaba de traje y con los zapatos bien lustrados, mi madre con esos hermosos tacos de gamuza negra. Seguramente yo tenía muy poca edad porque la imagen más nítida es cercana al piso verde del vestíbulo, (jamás les escuché decir living), ella se había empolvado antes de pintarse los labios muy rojos. Ya cerca de la puerta comenzó el ritual silencioso: se pararon frente a frente, el la miró  y sacó del bolsillo un pañuelo bien planchado, con decisión se lo atravesó en el profundo escote que dejaba ver el nacimiento de los pechos más que generosos.Tan repetida era la escena que llegué a creer que los vestidos venían con pañuelo que debía llevar el hombre para  tapar a la mujer. Minutos después tomábamos el tranvía hacia el centro y ya en calle Córdoba (que tenía entonces vereda, cordón y calzada) caminábamos hasta que se hiciera la hora.
Mi verdadera fiesta empezaba cuando entrábamos al Heraldo, único cine que proyectaba dibujitos y ahí el tiempo volaba junto con mi fantasía. Me recuerdo feliz. En esa época la imaginación  hacia bellas todas las cosas. Así, Jugar en la vereda bajo el aroma de los paraísos, dormir en el piso del patio cuando el calor apretaba o escuchar la lluvia a toda orquesta sobre las chapas de zinc era maravilloso.
Sé cuando esto terminó: exactamente a los seis años, con la llegada de la educación formal mi inocencia fue poco a poco desplazada por el “uso de razón” como decían las monjas. El deber ser se impuso y nadie respetó mi esencia.
Tuve que hurgar mucho en mi infancia para encontrar este recuerdo resguardado en mi mente como un tesoro, valió la pena hacerlo, la niña que fui estaba ahí, intacta,  como un angel de la guarda, levantándome en las caídas, es más,  aún me habita, lo sé, porque me conmuevo con el aroma de los paraísos y porque cuando llueve siento música bajo cualquier techo que me cobije.

                          Elsa Palma




Cafetín Literario.
Empleados de Comercio. Miércoles desde las 14hs. Corrientes 450, 1º Piso.


                              


                           Elsa Palma

La carreta del oeste, Ana María Muratorio.

La carreta del oeste
Cargaban todo tipo de equipaje, mantas, valijas, armas, herramientas, ollas y tonel de agua para beber, muchas cosas más. Lo que serviría para abrirse paso a través de sierras y llanuras y llegar al oeste: la tierra prometida.
Los dos viajeros recorrían de día largos caminos polvorientos y cruzaban angostos ríos, donde la carreta se movía casi como un barco y ellos oscilaban con sus cuerpos acompañando el movimiento.
 Cuando la luz del día se apagaba, buscaban un lugar reparado, ya sea por árboles o grandes rocas cerca del río.
 Prendían un fuego enorme para alejar a las bestias nocturnas y se alimentaban con lo que cazaban durante el trayecto. Luego dormían sobre sus mantas, pero siempre expectantes. Los caballos descansaban en la orilla y bebían todo lo que podían para que al alba volvieran a arrastrar el peso de todo lo transportado.
Extensos días se repitieron de la misma forma, hasta que una tarde, estando los dos en el pescante escucharon un retumbar horroroso mezclado con gritos guturales: eran indios que se acercaban. El asombro no les dio tiempo para armarse y lo que siguió fue un silbido de flechas que se mezclaba con el polvo que levantaban los cascos de los caballos al atacarlos.
 Una flecha atravesó la pierna del que conducía la carreta, el dolor fue inmenso, un balazo de rifle fue a dar en el hombro del otro que empezó a manar sangre. Los dos se desplomaron de espalda sobre la carreta, pero tuvieron que luchar como podían con dos apaches que a cuchillo habían trepado por detrás.
 Pelea, gritos y lucha hicieron que el carruaje volcara sobre un costado con sus cuatro ocupantes enfurecidos.
Cuando de pronto, se oyó la voz de la abuela Moma:- Chicos a tomar la leche-. Y todo volvió a la normalidad en el altillo.

                                                                       
                                                                         Ana María Muratorio

















Chau número tres.

Te dejo con tu vida 
tu trabajo 
tu gente 
con tus puestas de sol 
y tus amaneceres. 

Sembrando tu confianza 
te dejo junto al mundo 
derrotando imposibles 
segura sin seguro. 

Te dejo frente al mar 
descifrándote sola 
sin mi pregunta a ciegas 
sin mi respuesta rota. 

Te dejo sin mis dudas 
pobres y malheridas 
sin mis inmadureces 
sin mi veteranía. 

Pero tampoco creas 
a pie juntillas todo 
no creas nunca creas 
este falso abandono. 

Estaré donde menos 
lo esperes 
por ejemplo 
en un árbol añoso 
de oscuros cabeceos. 

Estaré en un lejano 
horizonte sin horas 
en la huella del tacto 
en tu sombra y mi sombra. 

Estaré repartido 
en cuatro o cinco pibes 
de esos que vos mirás                     
 Mario Benedetti.
y enseguida te siguen. 

Y ojalá pueda estar 
de tu sueño en la red 
esperando tus ojos 
y mirándote.
                                                     

                                          


                            Ana María Muratorio

martes, 14 de octubre de 2014

Quizá nunca lo sepas, Sergio Volpe

Quizá nunca lo sepas

Quizá nunca lo sepas…que estás dormida a mi lado, que te conozco, creo que te conozco…tal vez en los enmarañados destinos ciudadanos…quizá nunca lo sepas…que el viento mece tus cabellos y tus sueños…y que tus manos  custodian y conversan con tu vientre, adornado de frutas, salpicado de probables retoños.
Quizá nunca lo sepas…que eres princesa en tu trono urbano, de primaveras soleadas, de mágicos jardines oníricos… de tu aroma inalcanzable…quizá nunca lo sepas…que anhelo tu ensueño, como la noche espera la mañana…y despiertes moviendo tus suaves labios húmedos como infinitos misterios.
Quizá nunca lo sepas…que de repente, abres tus ojos de mieles, que reflejan el empedrado cotidiano, lleno de matutinas y platónicas avenidas, mientras todo gira y cae lentamente como tus párpados, como lluvia sobre tu rostro de trigo.
Quizá nunca lo sepas…que en tu agonía de silencio, desciendo…y viéndote alejar como una flecha dormida sobre tu carroza casual, tan rápida como injusta, atesoro el consuelo retenido con tu presencia…y esto quizá nunca lo sepas.




      Sergio Volpe.





Miedo, de Nina

Cafetín Literario
Empleados de Comercio; Corrientes 450, 1º piso.
Miércoles desde las 14hs. Gratuito


He aquí una frase sugerente
(Tomada de un escrito de D.F.Sarmiento, titulado: “Un tigre en el desierto”)
Entonces supe lo que era tener miedo

Era un pueblo pequeño, como una postal típica: casas bajas, las más encumbradas con zaguán y puerta cancel; la mayoría más modestas.
Calles amplias, de tierra, que solían regar desde un camión en las tardes de verano. Ocupando una manzana, la plaza pública, con sus bancos de listones torneados de madera blanca. Bordeada de coposos árboles, tenía en el centro el mástil, en cuyo derredor se realizaban los actos escolares, religiosos y políticos.
Frente a sus cuatro lados se encontraban las instituciones más caracterizadas del pueblo: la Comuna, la escuela, la iglesia, el Club Social, dos farmacias y el almacén de ramos generales.
Yo vivía frente a la estación del ferrocarril en una casa antigua con un ancho zaguán y un amplísimo patio con árboles al fondo.
Una noche me encontraba sola, dispuesta a dormir, cuando escuché nítidamente en medio del silencio un extraño ruido indefinible, más bien grave, repetido a intervalos regulares y breves.
Contuve la respiración para comprobar si era dentro o fuera de la casa. Decididamente, no sólo era adentro sino en mi propia habitación.
Quedé paralizada. El ruido proseguía con la misma regularidad.
Tuve que oprimirme el pecho con ambas manos porque mi corazón parecía pronto a estallar.
En pocos minutos recordé ciento de historias escuchadas en el galpón de los peones, cuando pasaba mis vacaciones en el campo donde se hablaba de aparecidos y fantasmas, de almas en pena que arrastraban cadenas, de espíritus, luces malas y voces del más allá.
El ruido proseguía y mi terror iba en aumento, llegando al paroxismo.
Me cobijé hasta la cabeza para no oírlo, pero fue en vano. Un sudor frío me cubría las manos y la frente, me faltaba el aire, no creí poder resistir más tiempo tanta angustia.
Súbitamente tomé una decisión heroica: encendí la luz y me incliné para mirar debajo de la cama, de donde en ese momento provenía el ruido.
No tengo palabras para definir mi impresión, pero sé positivamente que lo que en otra circunstancia me hubiese causado asco, repugnancia y escalofrío, en ese instante me produjo un inenarrable alivio: un inmenso sapo áspero, barrigudo y pesado, recorría a saltos la habitación, quizá buscando una salida.
Hoy es apenas una anécdota risueña; pero entonces, supe lo que era tener miedo!


                                      NINA

lunes, 13 de octubre de 2014

Alicia González

Y quién salió a vivir por mí
Cuando dormía?[1]


¿Dónde han ido
Esas horas de inconsciencia?
Mi mente vagando en oquedades,
Delirio de aquelarres
Desaparición de lo material
Perdidos pasos abismales sombras

¡Cuánto deleite ser
Nada entre la nada!

¿Quién salió a vivir por mí
Cuando dormía…?[2]

Mi cuerpo yacía en la cama…

¿Quién se adueñó de la esencia
Qué viajes  realicé?
¿Quién placía de ese sol esplendente?

        …
¿Qué bandera se desplegó allí
donde no me olvidaron?

Transité por escolleras tentadoras
Donde el mar ruge y llama
acudí sonámbula  a él.

¿Dónde me perdieron
Que logré por fin encontrarme?[3]

El misterio me sigue
Horas extraviadas
….
Paréntesis gris de
Existencia intranquila.

Me digo:
¿No será nuestra vida un túnel
Entre dos vagas claridades?

                                   Alicia T. González
                                    (20/8/14)

Notas al pie: Pablo Neruda





Tendedero Octavio Paz

    Silencio de Octavio Paz (1914-1998)
Así como del fondo de la música 
brota una nota 
que mientras vibra crece y se adelgaza 
hasta que en otra música enmudece, 
brota del fondo del silencio 
otro silencio, aguda torre, espada, 
y sube y crece y nos suspende 
y mientras sube caen 
recuerdos, esperanzas, 
las pequeñas mentiras y las grandes, 
y queremos gritar y en la garganta 
se desvanece el grito: 
desembocamos al silencio 
en donde los silencios enmudecen.


Palpar
Mis manos 
abren las cortinas de tu ser 
te visten con otra desnudez 
descubren los cuerpos de tu cuerpo 
Mis manos 
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.



Frente al mar
1 
¿La ola no tiene forma? 
En un instante se esculpe 
y en otro se desmorona 
en la que emerge, redonda. 
Su movimiento es su forma. 

2 
Las olas se retiran 
?ancas, espaldas, nucas? 
pero vuelven las olas 
    Silencio de Octavio Paz (1914-1998)
Así como del fondo de la música 
brota una nota 
que mientras vibra crece y se adelgaza 
hasta que en otra música enmudece, 
brota del fondo del silencio 
otro silencio, aguda torre, espada, 
y sube y crece y nos suspende 
y mientras sube caen 
recuerdos, esperanzas, 
las pequeñas mentiras y las grandes, 
y queremos gritar y en la garganta 
se desvanece el grito: 
desembocamos al silencio 
en donde los silencios enmudecen.


Palpar
Mis manos 
abren las cortinas de tu ser 
te visten con otra desnudez 
descubren los cuerpos de tu cuerpo 
Mis manos 
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.


Frente al mar
1 
¿La ola no tiene forma? 
En un instante se esculpe 
y en otro se desmorona 
en la que emerge, redonda. 
Su movimiento es su forma. 

2 
Las olas se retiran 
?ancas, espaldas, nucas? 
pero vuelven las olas 
?pechos, bocas, espumas?. 

3 
Muere de sed el mar. 
Se retuerce, sin nadie, 
en su lecho de rocas. 
Muere de sed de aire.
?pechos, bocas, espumas?. 

3 
Muere de sed el mar. 
Se retuerce, sin nadie, 
en su lecho de rocas. 
Muere de sed de aire.

La noche boca arriba, Julio Cortázar

La noche boca arriba
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
 le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.


Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.









Cafetín Literario
Empleados de Comercio. Corrientes 450, 1º piso
Miércoles desde las 14hs. Gratuito.
Federico Vega- Susana Rozas.

Varios

https://www.youtube.com/watch?v=08kiNm9_M2U
 Susana Rozas





                          BÉSAME…BÉSAME MUCHO….

                        COMO SI FUERA ESTA NOCHE LA ÚLTIMA VEZ…

Es lo que él me cantaba mientras sus labios me recorrían el cuello,  bajaban por mis pechos y sus manos ansiosas buscaban los lugares más íntimos de mi cuerpo.
No sabíamos que profética sería esta canción mientras nos entregábamos totalmente el uno al otro con arrebatadora pasión, hasta con furia, envueltos en el embriagador perfume de las glicinas. Fuimos muy felices y teníamos ilusiones.
Esa noche me quedé en la puerta de casa viendo como montaba su motocicleta y sonriente se alejaba. Antes de perderlo de vista alcancé a divisar tres sombras que no sé de donde salieron, se le fueron encima y lo derribaron. Sonaron dos estampidos y desesperada, pidiendo auxilio, fui corriendo hasta llegar a él que yacía en la calle. Con pedazos de mi vestido traté de frenar la sangre que manaba de su cabeza, todavía había calor en su cuerpo, y allí tendida sobre él permanecí hasta que  llegó la ambulancia y la policía.

Lo demás usted ya lo sabe, por eso comparto su enorme dolor, como el de todas las madres que han pasado por lo mismo. Me sobrepongo y le digo, señora, que aunque usted no me conoce, estoy muy cerca suyo y sepa que esa última y fatídica noche su hijo fue muy feliz y que nos despedimos con cálidos besos y sonrisas esperando vernos al día siguiente que nunca llegaría. 
                                                             Héctor Rodríguez.



Bicicletas viajan

Por todo el mundo

Por Argentina
      Sacan fotos

…a  cada lugar que van
                                                         Bárbara