lunes, 13 de octubre de 2014

El insomnio, Alicia Pesce de Capella.

Cafetín Literario
Corrientes 450, 1º piso
miércoles desde las 14hs.

El  insomnio

No puedo sacarme de la cabeza la imagen de la que fue mi casa, cierro los ojos y allí está, destruida, los vidrios de la mampara del vestíbulo, rotos, crece el pasto en el patio de la entrada y los mosaicos desaparecieron. Ya se lo dije a Pablo, yo comprendo que no es más mi casa ; pero no entiendo que la hayan comprado para dejarla caer de este modo.
Si la viera mi madre…no, claro que no puede, pero no me siento segura de que su espíritu ande vagando por allí. No me extrañaría que me dijeran que la vieron sentada en el comedor o paseando por el jardín.
Son las dos de la mañana y no quiero seguir dando vueltas en la cama. Me levanto.
Ahora, ya me estoy comportando como ella, andando por todos lados en plena noche, falta que prepare buñuelitos o me ponga a leer. A ver, creo que en la repisa de este costado puse algunos de los libros que traje cuando se desocupó la casa, quizás me ayude…no, qué me va a ayudar. Mejor por acá, hum…, el Libro de arena de Don Borges, aunque a esta hora siento los ojos enarenados, mejor me acuno con Conrado Nalé Roxlo y su Invitación a contemplar la luna, que será perfecta a esta hora. A ver, aquí está Krishnamurti. ¡Cuánto le gustaba a papá leer sus discursos!
Me siento en un sillón con los tres libros a mi lado, apago la lámpara del techo y prendo la que está cerca. Una moto que pasa me sobresalta, los perros salen de su modorra, a esa velocidad, el infeliz que la monta ya debe estar en la otra punta de Rosario. Abro la ventanilla de la puerta, los arbolitos de la vereda son dos señoras flacas peinadas con el batido de los años ’70 y mucho spray. No hay nidos en ellos, sólo una vez en el otoño pasado, dos gorriones venían a dormir; con Pablo íbamos a verlos, se deben haber cansado de nosotros y huyeron. En cambio, en los plátanos de la calle Zuviría, todos los atardeceres eran un festival de trinos y plumas, mami decía que discutían por el lugar: platea preferencial, pullman o dormitorio.
Bueno, en honor a don Jerónimo voy a leer algo de Krishnamurti, el libro tiene un señalador. ¿Lo habré puesto yo en otra noche de insomnio? Bien a ver qué dice: “Hay una historia acaezca de un maestro religioso que acostumbraba hablar con sus discípulos. Una mañana subió al estrado y estaba a punto de comenzar, cuando un pajarito vino a posarse sobre el alfeizar de la ventana y empezó a cantar, cantó sin cesar y a pleno corazón. Cuando terminó y se fue volando, el maestro dijo: El sermón de esta mañana ha terminado”.
Si esto sucediera ahora, en el discurso de un político, seguro que los comegatos de siempre lo hubieran preparado con polenta.
Mejor comienzo con el primer capítulo, aunque creo que con el título está todo dicho De la liberación del pasado. ¿Qué será esto de liberarse del pasado? No, yo no puedo amputar una época de mi vida.
Ese ruido. Me parece que la canilla de la cocina está goteando. Así es. Nunca entiendo por qué suele ponerse a gotear. Pablo dice que por la noche hay más presión de agua, puede ser…
Ahora sólo el reloj perturba el silencio. Canela ladra, qué escuchará ella que yo no… ¡Ah! Es la moto otra vez, pasa el Rebelde matasueños. Podría prender el televisor, pero no tengo ganas de que alguien me hable, además está bien así calladito y dormido. Posiblemente él se cree el artefacto más importante de la cocina, porque no sabe que lo más importante es la cocina.
Sería mejor que se enterase que hasta la pileta de lavar platos y su canilla son más importantes; aunque Pablo y yo le prestemos demasiada atención.
Van a ser las cuatro. Veré si puedo dormir un rato.
La luz de un vehículo estacionado y con los faros encendidos se cuela por la persiana del dormitorio, dibujando en la pared un rayado escolar. Mental y taquigráficamente escribo el nombre de mis hijas en esas rayas, aún no puedo acostumbrarme a no tenerlas en casa. Ah…el síndrome del nido vacío.
Tengo que ir a barrio Belgrano a hablar con esa gente y preguntarles por qué dejaron caer la casa de ese modo. Seguro que me van a decir que no me incumbe. Aunque ya estaba bastante desvencijada cuando murió mamá. Mejor me levanto, me duelen las piernas. Si sigo dando vueltas voy a terminar despertando a Pablo. Entro en el dormitorio que fue de mis hijas, de nuestras nenas…sobre una mesita hay papel y sobres, podría escribirle una carta a Alba, ella no sabe del estado de la casa y no va a venir a Rosario, quien sabe hasta cuando.
“Querida Alba: Te extrañará que te escriba, pero es una manera de no aumentar la cuenta del teléfono. Son las cuatro y media de la mañana y no puedo dormir. Fuimos con Pablo 
y las chicas a ver la casa de la calle Zuviría, era una simple curiosidad o quizá el deseo de verla renovada, alegre con habitantes contentos, chicos jugando en el jardín. Pero no, todo lo contrario; está totalmente abandonada, las persianas oxidadas, las paredes descascaradas, los vidrios rotos.
Cuando vendimos la casa, creí que me sacaba un peso de encima; pero, ahora me doy cuenta de que no es así, que el estado en que está me afecta física y psíquicamente; sola y abandonada como muchos viejos, herida, sucia y sin quien la quiera.”
No puedo terminar de escribir y lloro, se me ocurre que los chicos del barrio pasarán con miedo por la puerta, que se tejan terribles historias. Pocos se acordaran del jardín, el pino, la palmera; Alba tocando el piano, los juegos de luces del comedor, los cinco hermanos a la hora de “tomar la leche”, los amigos, papi cruzado de piernas con el diario de los domingos, mamá preparando sopa dulce de navidad. Sí, mami haciendo la cena navideña de Suecia en el agobiante calor rosarino. El frío del invierno colándose por todas partes. Las discusiones, el dinero que nunca alcanzaba, las fotos de los muertos observándome desde los rincones.
Miro a mi alrededor y me tranquilizo. Esta es mi casa, con rejas por todos lados, pero tenemos una vida tranquila sin mayores apremios que los de cualquier argentino. Con una sensación de paz voy al baño, me miro en el espejo y allí está el rostro que mi madre tenía hace treinta años.


                                                     Alicia Pesce de Capella.

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